Los pensamientos vuelan como mariposas en los jardines del cerebro sin detenerse en ninguna flor. Hay que dejarlos a su aire. No interferir en su concepto. Limitarse a observarlos si se dejan ver, en la certidumbre de que los que se atrapan y se ofrecen encarcelados por escrito no podrán ser más que mortecinos insectos, clavados por un ominoso alfiler en un infecto álbum, rígidos y sin capacidad de emitir ningún brillo.
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