Son una familia normal. De las muchas que por extraño que
parezca hay en este provecto país inmerso en la decadencia. Habitan un confortable
chalet de clase media en las afueras de la ciudad. Dos pisos amplios, cinco
dormitorios con sus contiguos cuartos de baño, plenos de relucientes detalles
tecnológicos de última generación. Buhardilla en la que podrían convivir sin
necesidad de matarse a las primeras de cambio un par de tribus gitanas, una
banda de refugiados y algún que otro huérfano suelto. Bodega surtida con añejas
cosechas exóticas y sótano atiborrado por los más estúpidos juegos e insípidas bagatelas,
mesas de billar, nostálgicas maquinas de flipper, una rutilante rockola de los sesenta
y variopintos artilugios de gimnasia, diseminados de modo caprichoso por
doquier, cual gigantescos coleópteros metálicos que por falta ancestral de uso
cultivan moho en las rectas y proyectos de tarántulas, en forma de huevos
peludos, escondidos en sus vértices… y ya que andamos cerca, ¿por qué dejarlo
pasar?, un somero vistazo al garaje adyacente nos permite observar, bajo el
resplandor que proporcionan multitud de bombillas ordeñándole la luz a la vaca
de la electricidad, todo-terrenos, deportivos y motos de gran cilindrada que
sirven –todas las llaves andan colgadas de modo promiscuo sobre un panel ex
profeso– para que los habitantes de la casa, según el capricho del día,
trasladen sus insípidos vacíos de aquí a cualquier otro sitio en el vehículo
que se les antoje, y hacer como que se mueven por un mundo que, a pesar de las
apariencias, permanece estático. Para completar el paisaje, una piscina semiolímpica
en forma de T ocupa parte preferente del jardín, rodeada de hamacas donde dilapidar
el día y degustar por la noche zumo de luna entre naranjos.
En resumen: aunque
sería difícil hallar en ella un solo defecto, disponga de todos los lujos
arquitectónicos propios de la época y habilite la disposición al goce de las
mayores comodidades, la casa, como no tardarán en comprobar si siguen con esto,
se halla en ruinas.
Son amos y señores
de una perra pastor alemán, que actúa de aviso preventivo para todo aquel
extraño en cuyo cerebro surja la tentación de saltar las verjas y aventurarse
por un jardín prohibido en busca de lo que no debe; un maligno gato de angora
que se pasa todo el día haciendo de las suyas y de las otras; y un servicio
doméstico configurado por matrimonio formal de jardinero/ chofer/ mayordomo/
fontanero/ albañil/ recadero/ chico para todo y cocinera/ limpiadora/ camarera/
ama de llaves/ recadera y chica para todo. Nada que se halle al borde de lo
inusual si hablamos de costumbres en acomodadas parejas de raigambre posmoderna,
enemigas acérrimas del paro y defensoras a ultranza del subempleo multifactorial
de los desfavorecidos.
Se casaron sin más
razón consciente que porque había que hacerlo. Ni siquiera tuvieron la paupérrima
excusa de un embarazo no deseado. Desde la misma noche de bodas se aburrieron
de lo lindo. Y así desde entonces. Como si no hubieran pasado veinte
interminables años y la evolución fuese una cosa que a ellos no les atañe. No se
divorciaron –aunque en más de una ocasión sopesaron en plato de oro las consecuencias
financieras de tal posibilidad, al menos una vez al año, ante cada declaración
fiscal-, no lo hicieron, alegando idéntica argumentación que para casarse, pero
en sentido inverso. No hallaron ninguna razón de mayor peso que les inclinara a
dar el paso de modo determinante y ya, a estas alturas, una vez pasado el Cabo
de Hornos unas cuantas veces, ¿para qué?, cuando se han hecho por inanición de
pensamiento a la idea; y por costumbre, a la cosa.
Por el mismo e incomprensible
sistema de raciocinio, tuvieron hijos. Había que tenerlos. Estaba bien visto. El
cielo les bendijo con dos cachorros, macho y hembra, la linda parejita ejemplar
que, sin saberlo, tanto habían deseado. El paradigmático par de sexos opuestos
con el que un matrimonio como dios manda garantiza la supervivencia de los
genes ante sus ancestros, justifica su existencia en el mundo, pone en claro su
idiosincrásica manera de contemplar la evolución de la especie, deja viva
huella en la historia de la humanidad y aprueba oficialmente la reválida social
con el beneplácito de las instituciones. Un par de retoños en edad adolescente,
el cielo les valga, cuya única profesión consiste en llenar su desolado vacío
con incesantes problemas carentes de solución.
Imbuidos por los
fascinantes avances de lo que empresarios sin escrúpulos han venido en
denominar ciencia, pues, como tantos otros, son de la opinión de que no se le
debe cerrar las puertas al leproso espíritu de los tiempos, han dejado invadir su casa, casi sin darse
cuenta, por un ejército de dispositivos telecomunicativos de soberbias gamas y
alta sofisticación… pantallas y teclados por doquier… en cada rincón… sobre
cada pared… encima de cada mesa… fieras al acecho, enemigos silenciosos… como cobras
electrónicas, escamadas con chips y colmillos iluminados por venenos de silicio,
que se aletargan en cestas de plasma a la espera de hallar ocasión propicia
para inyectar veneno en las meninges del enemigo… pantallas de todos los
tamaños, discos duros, batiburrillo de juguetes electrónicos: computadores,
internet, GPS, televisiones, impresoras multifunción, teléfonos móviles, video
juegos, navegadores interestelares, visores multimedia, cámaras de vigilancia,
coprocesadores aritméticos, unidades de descodificación… santas obleas de
silicio… sagrados cálices de carbono… Sinapsis matemáticas, festines de
electrones, copas de energía, orgía permanente de cifras, letras y metadatos en
la que disolver las salvajes tentaciones que en noches de luna asaltan al
descuido los cuerpos… profusa legión de máscaras con los que acude la muerte al
festival del mundo para confusión hipnótica de sus habitantes… No es extraño,
por tanto, que, al declinar el día, la casa sangre electricidad bajo las
puertas y exhale cadaverina azul por los resquicios y fisuras de las ventanas…
La relación con
seres inorgánicos. La pasión contemporánea. El amor de nuestros tiempos. Un
modo tan pragmático como cualquier otro de mantener a raya los monstruos que se
agitan en la poza séptica del pensamiento.
¿Pero qué más da en
qué se pierde el tiempo cuando no se tiene cosa que hacer? ¿Por qué malgastar
esfuerzos en llevarse la contraria? Si el destino de los mortales es el de avanzar
por el camino de la decrepitud hacia la extinción, que el suyo sea lo más
distraído posible, con los ojos vendados, el alma en salmuera y los bolsillos
repletos de pasta. A este último respecto, su meta, como la de la inmensa
mayoría, es llegar al día en el que no puedan calcular el dinero que tienen. Su
principal arma para ello es esa bobalicona astucia depredadora tan inherente a
la infinita mezquindad de la clase media que sienta sus reales en los más altos
escalones subalternos de la sociedad.
En cualquier caso, dicho sea si se nos
permite en defensa de su honor, hace incalculable tiempo que dejaron de jugar a
padres-matrimonio-hijos-hermanos. Nadie se lo cree. Ni el perro. Por no hablar
del hijo puta del gato, al que no existe fuerza en el mundo capaz de inculcarle
un patrón de comportamiento decente en el cerebro por más hostias que se le
aticen y piedras que se le lancen. La unidad familiar, de tal modo
descompuesta, no deja de ser más que una apariencia tolerable, un cómodo
subterfugio, un cobijo barato frente a las inclemencias sorpresivas del tiempo…
Si hablamos de
relaciones interpersonales, todos tienen de sobra claro, sin necesidad de
calcular la fecha en la que se redactaron las Analectas, que eso que los
antiguos convinieron en llamar respeto hace siglos que dejó de estar de moda. Es
el simple recuerdo de algo que, por imperativos pragmáticos, dejó poco a poco de
tener importancia. Cada uno en su ego y dios en el de nadie. Como en la mayor
parte de las familias con las que mantenemos relación, pero aquí sin bastarda necesidad
de disimulos, se soportan como malamente pueden, entre habituales roces,
broncas, sarpullidos, escaramuzas, enconadas disputas, sucios chantajes, pactos
de interés, tratos obscenos, altercados dispares y discusiones polimorfas que
cubren con compactos velos de palabras el fondo inalcanzable de la cuestión, sea
ésta cual fuere, si es que hubiese alguna. La casa es un campo mental de
batalla en el que todos van a por todas y cada uno a la suya a costa de los
demás. Como consecuencia de ello, cualquier forma de equilibrio que se
establezca es inestable, depende de multitud de factores no controlables, basta
un insulto mal calculado o un gesto fuera de lugar para que se ocasione una
debacle, pero, siendo tantos y tan sólidos, los intereses comunes, terminan
prevaleciendo sobre los delirios individuales y, tarde o temprano, reconducen
la situación hacia los cauces habituales de interesada tolerancia, dando por vencida
la crisis y reestableciendo en el sistema la tensión original. A ojos de un
foráneo, pareciera que todos sus habitantes anduvieran involucrados por vaya
usted a saber qué anónimo autor en hacer de las casa una obra de teatro
perenne, formalizada por pésimos actores durante las veinticuatro horas del
día.
Él, qué más da cómo
se llame, se dedica de modo profesional a la política. Ésa es otra. Uno de esos
típicos abogados, con título generosamente otorgado por la tómbola trucada de
la facultad, que jamás en su vida tuvo que defender un caso. Una jefatura de
negociado, creada a propósito de su exclusivo perfil, como compensación a los oscuros
servicios prestados, en un siniestro despacho de la Administración, colmó sus
magras aspiraciones profesionales. Pasó directamente de la obtención
oportunista de la licenciatura a, válgame por desmedido el eufemismo, trabajar para el partido en un puesto
retribuido por la Administración del Estado. Milita en la prototípica
organización demagógica que agita las banderas sociales del populismo con el
respetable fin de enmascarar sus execrables intereses de mafia. Iba para figura
promisoria, todos le señalaban bellos augurios con el dedo, las envidias le
rodeaban, pero su indolencia y conformismo, entendidos como falta imperdonable
de ambición, le impidieron sobrepasar los áridos límites del comité provincial.
Su vocabulario y forma de hablar, en perfecta consonancia con su modélica trayectoria
profesional, ha ido adoptando, sin que él haya mostrado la menor resistencia,
un gélido estilo burocrático la mar de eficiente a la hora de mantenerse en el
sitio y adecuadísimo para conseguir sus fines en un mundo en el que nadie se
detiene a escuchar lo que otro dice. Cualquiera con dos dedos de frente que le
desconociese, con sólo verle abrir la boca, no dudaría en adscribirlo a
cualquier funcionariado de la escala intermedia en cualquier lóbrego edificio
de un remoto rincón de provincias. En vez de un loro multicolor como dios
manda, un pájaro gris de aliento podrido clava sus garras encima de su hombro,
desde el que te observa con las gélidas pupilas del interés. No se sale del guion
neoclásico, del tópico, del cliché, de las oscuras avenidas que iluminan las
farolas de las consignas propagandísticas… no vaya a ser que el verbo se le
extravíe, viaje al mundo exterior y vuelva con tales demandas inasumibles de
destrucción que no tenga más remedio que suicidarse o cortarse la lengua… ¿para
qué inventar más palabras?… si con tres o cuatro te aclaras… un esfuerzo inútil…
cuando todo es a la postre la hostia de sencillo y la mar de elemental, ¿por
qué molestarse tanto en verbalizarlo si el mundo es incomprensible y la
realidad, a fin de cuentas, se limita a ser lo que a uno le salga de los
cojones que sea?, ¿para qué tanto filósofo y tanta historia del pensamiento?
Con lo bien que están los árboles en su sitio, dando sombra y cobijo, tan
tranquilos en el bosque, para que venga un hijo puta sin escrúpulos a talarles de
cuajo la vida y fabricar con ellos absurdos libros que le saquen los cuartos a
los espíritus inmaduros y trastoquen con perspectiva ilusorias la mente del
personal…
Ella, qué puede
importar cuál sea su nombre, si al fin y al cabo, en estas circunstancias, se
llame como se llame, no le queda otra
que ejercer el exclusivo oficio de ser su esposa, es, como antaño se decía, señora
de, mujer de su casa, de profesión sus labores. De las que, para evitar innecesarios
sudores señoriales, gentilmente se encargan los del servicio doméstico por un
módico precio. Nunca tuvo lo que se dice vocación de otra cosa. Se le ha
perdido por el desagüe de la memoria la fecha en la que definitivamente desistió
de cualquier proyecto propio que implicara ser alguien cuyo ser en el mundo se
sustentase en la independencia económica y en la libertad de movimientos. Se
considera contenta con la suerte que le ha tocado. Con lo que su marido aporta
en calidad de salario, sobresueldos varios, extras imprevistos y demás
prebendas oscuras, gentilmente donadas por los amos de la caja, le sobra y basta,
se conforma con ello y con mirar hacia otro lado cuando se le presentan
hirientes pruebas de que éste le oculta parte importante del botín con fines
espurios. La vida, bien entendida, es la hostia de sencilla. Con una simple
cartulina plastificada de cinco por tres centímetros todos los problemas
encuentran solución como por arte de magia. Eso es, nada comparable a ser una
de las privilegiadas que se permiten practicar los principios de la mejor
escuela de filosofía contemporánea: el hedonismo de tarjeta de crédito,
escuadra y cartabón. ¿Qué si ha dejado de ser mujer? Aún no. Aunque cada día que
pasa se distancie un paso del concepto y le cueste más entender en qué
consistía aquello de serlo. Mediante dura disciplina mantiene en su sitio, a
base de látigo, la fieras hambrientas de su interior. Todos sus deseos yacen encarcelados
en un zoo de máxima seguridad. Entretiene su tedio inventando artísticas mentiras.
Cuida su cuerpo. Se esmera en la construcción de su apariencia. La piel es el
símbolo de los significados esenciales. Como diría el viejo Albers, nada más
existe la apariencia. Lo único real, la superficie. Practica dos horas de
ejercicio diario y transita de dieta en dieta para mantener una figura
coherente con la concepciones volumétricas que albergan las teorías estéticas de
su marido y, si se diera el caso, nunca se sabe que tipo de eventualidades nos
depara el futuro, con la de cualquier quimérico amante que manifieste garantías
solventes para sustituirlo.
Bien mirado, no se
puede decir que estén del todo mal. Los hay que lo pasan peor. Ambos gozan desde
una estimable posición de todas la comodidades que ofrece un Estado de
bienestar y se sienten amparados por las compactas seguridades que garantiza uno
de Derecho. Es un crimen quejarse cuando tus bolsillos rebosan pasta gansa,
hacienda hace la vista gorda ante tus falsas declaraciones, y las leyes no te
afectan de la misma manera que al común de los mortales.
Como es lógico y natural,
con el tiempo han convertido su hogar en un sitio inhabitable… un glaciar de
besos sin carne, flujos sin sangre, caricias sin piel, palabras sin fuego… se
ha adueñado de su espacio mental la frigidez galopante, la indiferencia
manifiesta… son espíritus decadentes, materias sin sustancia, almas caducas,
pasos que no ponen en duda el incuestionable estatismo de su ser… pero no hay
por qué quejarse… el mundo, a fin de cuentas, es como uno se empeña en que sea…
y algo tenían que apoquinar en ventanilla para que, en alienante contraprestación,
pudiesen disfrutar a sus anchas del increíble espectro de bienes con los que
consumen al individuo las multinacionales.
La pálida luz de la
costumbre apenas ilumina sus días… no es lícito en su caso referirse al
crepúsculo de una pasión, pues no hubo verdadero amanecer, sino, como en tiempos
clásicos, confluencia coyuntural de supuestos intereses. Al principio, no se
puede decir que no, algo hubo parecido a al enardecimiento sentimental… que
apenas duró… y, luego, lo de siempre, las ocasiones se fueron distanciando unas
de otras en proporción geométrica… las pautas de apareamiento entre ellos, como
resulta lógico y natural en el seno de un matrimonio prolongado más de la
cuenta, fueron declinando gradualmente hasta constituirse en insípidos
encontronazos ocasionales.
¿Hacia dónde evolucionará tan morbosa
situación? Cualquiera sabe. Lo único que de momento podemos certificar con la
plena seguridad de no equivocarnos es que una noche sin estrellas ha venido a
quedarse definitivamente en su cielo y no será el sol lo que salga para ellos
mañana…
En el centro de la clase media española no hay nada, y, tras
ella, un hueco insoportable. ¡Oh, dios, si tus ángeles barrieran con sus alas a
conciencia esta ciudad, se podrían llenar en pocos instantes varios
cementerios!
Fernando Blanco. La cuestión Q.
No hay comentarios:
Publicar un comentario