Melville. Ahab se apoyó en la barandilla y se puso a observar cómo su sombra reflejada en el agua se hundía cada vez más cuanto más se esforzaba por escrutar la profundidad. Los exquisitos aromas de ese aire encantado parecieron dispersar, al fin, por un momento, los posos engangrenados de su alma. El aire agradable, feliz, el cielo simpático, lo acariciaron finalmente. El mundo odioso, tanto tiempo cruel, le arrojaba, ahora, a la sazón, sus brazos afectuosos al cuello y parecía sollozar alegremente por él como por alguien que, aunque voluntariosamente errado, todavía podía salvar y bendecir. Ahab vertió una lágrima al mar; todo el Pacífico no encerraba riqueza mayor que esa gota caída sobre él.
Víctor Zamora: "A bordo del Pequod".
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