Explorar el desierto
con el ánimo de no volver sin… dar vueltas y más vueltas… ausente de sí…
olvidado del tiempo… sin prisas y atento a que no se te escape una… En los
sitios que te señale el zahorí, excavar profundidades remotas con ahínco… sin
desfallecer un instante… y no parar hasta descubrir un hueso… por
insignificante que sea… con tal de que se halle provisto de un resto de tuétano
marcado con las maravillosas letras del ADN… A partir de ahí, estudiarlo con
insobornable determinación y reconstruir mediante la paciencia requerida y la
pericia imprescindible la osamenta de la bestia sin que falte un metacarpo…
suministrarle los músculos adecuados para que se pueda desenvolver con agilidad
en el feroz mundo de la supervivencia… fabricarle los tendones que le impulsen…
dotarle con poderosos mecanismos de depredación… crear el sistema nervioso que
la electrifique… generar la serie de órganos que cumplan con solvencia las
funciones indispensables… articular la red de arterias y venas que irriguen
hasta el último rincón del organismo… Y, una vez listo, besar su boca… unir sus
labios a los tuyos… soplar con fuerza en sus pulmones e insuflarle vida… esto
último es decisivo porque, aunque parezca que no, lo más importante es que el
bicho respire por cuenta propia y se aleje de ti a toda hostia por la oscura senda
de la divergencia… o que, inspirado por una primera necesidad, se revuelva y te
devore… La palabra escribir, dado su
incalculable rango semántico, no es el instrumento idóneo a la hora de
comunicar lo que no se puede decir. De igual modo, la palabra entretenimiento no
se presta a lo que cabe esperar del público, ni diversión, ni pasatiempo, porque
lo ideal es que el lector muera al leerlo y resucite ajeno a lo que fue en otro
mundo.
Víctor Zamora: "Cartas Tibetanas".